Composición con fotos de René Figueroa.

Toc Toc, A tragos lentos y Polvo de gallo: un rápido recuento crítico

Élmer L. Menjívar
Élmer L. Menjívar
9 min readNov 5, 2018

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Este es un ejercicio de fast review sobre tres obras de teatro que logré ver en el último mes en salas nacionales. Lo hago así para poder hacerlo y porque me entusiasma el dinamismo que se observa en la cartelera, no por la cantidad (en la calidad entraré con más detalle en el resto de este artículo), sino por la variedad de propuestas y tonos en el contenido. Empiezo desde la última que vi y voy hacia atrás. No todas están ahora mismo en cartelera pero sin duda volverán muy pronto. La fotos en este post son de René Figueroa, a quien el mundo artístico ni yo acabaremos nunca de agradecer su dedicación y generosidad.

El exitoso trastorno de la comedia

Foto por cortesía de René Figueroa. Patricia Rodríguez y Fernando Rodríguez, como Lilí y Otto, en una escena de Toc Toc.

En el teatro mundial sucede algo parecido, pero en ínfima escala, a lo que sucede en el cine con “películas taquilleras”, también hay “obras taquilleras”. No es que el montaje de una compañía haga giras mundiales, pero el equivalente es que muchas compañías locales hagan montajes de un texto teatral que está triunfando en el mundo, o en parte de él. Es un fenómeno interesante de tratar, pero no es lo que haré en este espacio. Aquí voy a hablar de Toc Toc, esa obra taquillera que ha sido producida por el Teatro Luis Poma y adaptada y dirigida por Roberto Salomón. Se trata de un texto del francés Laurent Baffie, estrenado en escena en 2005. Baffie es un hombre de radio, televisión y teatro, con alguna incursión en cine y muy conectado a las audiencias. La traducción al español es de Julián Quintanilla, la más utilizada en nuestro idioma, y en la que se basa Salomón.

El montaje de Salomón, de casi 90 minutos corridos, se desarrolla en un solo escenario y casi en tiempo real, es decir, los personajes y la historia se desarrolla casi en el tiempo en escena, salvo una única elipsis temporal que sumará un par de horas al tiempo dramático sin cambiar de día ni de situación. Señalo esto porque la obra trata de una encerrona de seis personajes en la sala de espera de un terapeuta al que acuden por primera y única vez los seis pacientes de Trastornos Obsesivo Compulsivo (TOC). La reunión involuntaria y al principio indeseada obliga a la interacción y al crecimiento de los personajes y sus relaciones. El reto no es fácil ni para los actores ni para el director, pues a pesar de ser una comedia, hay un límite impuesto por la intención pedagógica y humanística del la obra: se trata de usar la comedia para abordar un tabú, no de burlarse o reírse de quien padece un TOC. En este sentido, tenemos seis actuaciones caminando siempre en un delicado límite, con algún traspié, pero, en suma, contenidas. La dirección de actores en este caso ha sido fundamental.

La puesta en escena es eficiente, el espacio apoya debidamente la narrativa y le permite a los actores y actrices representar en el espacio y movimiento cada uno de los TOC, y lo consiguen con justa precisión y sensibilidad, sin olvidar que tienen que hacer reír a los espectadores. En este punto destaco el manejo del texto, que ofrece la tentación del insulto a sabiendas que es el recurso más exitoso para hacer reír al público local, así que mejor lo justo que lo demasiado.

Las tres actrices, Naara Salomón, Dinora Alfaro y Patricia Rodríguez; y los tres actores, Juan Barrera, Óscar Guardado y Fernando Rodríguez, son de los profesionales con más experiencia en nuestras tablas y sobre el escenario del Teatro Luis Poma a la ordenes de Salomón. Probablemente eso ayuda a constituirse en un elenco que consigue un buen ritmo coral y logran crecer juntos apoyándose debidamente. Hay un relevo constante de protagonismos, y personajes reservados en un principio para explotar hacia el final y refrescar la escena. Fernando, como Otto, destaca por las exigencias físicas de un personaje que ahora logra canalizar bien sus energías que en otros casos hacen ruido. Patricia transita de menos a más con muy buen efecto en el público. Óscar Guardado siempre potente en escena, y por momentos demasiado acaparador, logra sacar adelante un personaje al límite de una vulgaridad innecesaria. Naara y Dinora asumen prototipos femeninos, acaso prejuiciados, con la gracia y soltura de la experiencia y la versatilidad. Tenía miedo de Alfredo, el personaje de Juan Barrera, que tenía la licencia del insulto, se mantuvo en línea con el espíritu de la obra, y, aunque parezca una contradicción, creo que el repertorio de insultos pudo ser más creativo y desafiante, incluso más sofisticado, para evitar repetir tanto lo mismo. La obra cuenta con la participación de Susana Reyes, como la asistente de la clínica, con tan pocos minutos en escena que no alcanzo a formularme un juicio sobre su desempeño, pero puedo decir que sirve bien al avance de la historia.

Lo que más me gusta de este montaje es la falta de pretensiones, lo que le da fluidez y limpieza en la justa medida para entretener, divertir y de paso educar. Una atinada selección para traer al país, que junto con Incendios y Arte, son mis tres “taquilleras” favoritas que ha traído Salomón.

La poesía que viene de ninguna parte

Foto por cortesía de René Figueroa. Mercy Flores y Rosario Ríos en A tragos lentos.

Como parte del programa del Primer Festival de Teatro Hispanosalvadoreño, organizado por el Centro Cultural de España en El Salvador, la prolífica compañía Moby Dick Teatro presentó hace un par de semana A tragos lentos, eslabón más reciente de una pentalogía compuesta por Vecinas, La última calle poniente, La isla de la polvora negra y Butacas trémulas, todos textos originales de Santiago Nogales y cuyos montajes son una creación colectiva de Moby Dick en pleno, actuados siempre por Rosario Ríos, Mercy Flores y, a excepción del montaje que nos ocupa, Dinora Cañénguez. Este repertorio ha contado con música original e interpretación en vivo de Juan Carlos Berríos. Con este modus operandi, Moby Dick ha desarrollado una voz propia, una voz potente, coral y virtuosa, que se oye incluso cuando han montado obras de otros autores. El riesgo que enfrenta ahora este coro creativo es que esa voz se ha vuelto, en retrospectiva, monótona y predecible. El motivo quizá sea el exceso del “sí mismo”, la exageración de las virtudes conduce a la caricatura benévola, como la lluvia que es sorpresa cuando empieza a caer, pero cuando lleva diez minutos cayendo ya solo es lluvia cayendo.

El título de este apartado es un trastocado préstamo a Guillermo Cabrera Infante, de un ensayo sobre la música extradiegética en el cine que él titulaba La música que viene de ninguna parte para hablar de cómo el cine ha hecho parte de su lenguaje la música que simplemente suena en cada escena sin que al espectador le parezca extraño ni merme la verosimilitud, es decir, ese parecido con la realidad que necesitamos para confiar cognitivamente en una historia. La música está ahí y no la notamos, aunque nos afecte y nos manipule, no la desciframos. Digo todo esto porque salí del A tragos lentos con la sensación de haber estado frente a una puesta en escena visualmente poderosa, perfectamente coreografiada al ritmo de una poesía que venía de ninguna parte, porque era un poesía tan frenética y densa que pocas frases lograba retener, disfrutar y mucho menos digerir porque venía otra, y otra y otra que se supone que tienen que ponerme en situación y contarme qué es lo que pasa en escena, sin embargo, es demasiado y, por tanto, angustioso para quien quiere descifrar. Algo se entiende, con mucho esfuerzo en mi caso, pero me quedan demasiadas lagunas como para estar seguro. Con esto no quiero decir que el texto sea malo, pero creo que la dramaturgia perdió claridad frente a la poesía, y hay que recordar que la poesía se escribe para ser leída con calma, y la dramaturgia para ponerse en escena sobre tiempo real. La pérdida de claridad no es cosa menor en una obra sobre la memoria y los duelos personales y colectivos, sobre la tragedia de la guerra en las pequeñas historias domésticas.

Una virtud que se agradece mantener es la capacidad de hacer que el butacahabiente disfrute la experiencia formal: propuesta escenográfica, las actuaciones caracterizadas en este caso por la prodigiosa memoria de las actrices, ciertos momentos disruptivos –como cuando el público se muere para convertirse en figurante de la obra– y la interpretación de la música en vivo que aporta el contrapunto al derroche poético. También se agradecen esos guiños autorreferenciales dedicados solo al espectador fiel cuando algún diálogo nos trae a las otras obras del universo Moby Dick.

El teatro útil (o el mal teatro del bueno)

Foto por cortesía de René Figueroa. Carlos Córdova, en primer plano, y las actrices de soporte de Polvo de gallo.

A los pocos minutos de estar viendo Polvo de gallo, la reciente puesta en escena del Teatro de Azoro, cuyo proyecto ganó el Premio Ovación 2016, supe que tenía que instalarme en un paradigma distinto al del «teatro de gran sala», o el «teatro burgués», como le llaman con desdén algunos progresistas mal informados, porque no se trata de otra cosa que del teatro que responde a estructuras y formas establecidas por la tradición dramatúrgica y escénica de occidente frente a la que nos hemos construido la idea de teatro que tenemos por estos lados. Es responsabilidad de los profesionales del teatro exponernos a otros paradigmas y en ellos educarnos el gusto y la razón.

Los “otros teatros”, como las revoluciones, también son inventos burgueses, y no es casualidad que fuera un burgués comunista alemán como Bertolt Brecht quien en su momento hablara de “teatro útil”, un estilo (¿subgénero?) de hacer teatro para “servir a la preocupación del momento, justo de ese momento que es nuestro”, y su momento era la primera mitad del siglo XX. En ese mismo tiempo, otro burgués arrepentido como Jean Paul Sartre andaba diciendo que “lo primero que hay que hacer para el auditorio popular es producir sus propias obras –obras escritas para él y que hablen de él”. Ambos genios del discurso dramático abogaban por la actualidad del contenido teatral desde el lenguaje social, ya no solo desde el lenguaje artístico, que pasaba a ser solamente un recurso del discurso; en otras palabras, querían que el discurso fuera directo y accesible para cualquiera que se sentara a ver una obra de teatro, y eso se lograba reduciendo las ambiciones esteticistas de los montajes y los textos, renunciando a la vía larga que tiene el arte para hacer mejores humanos para privilegiar la vía corta del panfleto para aleccionar.

Polvo de gallo es un ejemplo de teatro útil, una obra dotada de inmediatez discursiva con un fondo temático súper actual y con una estética al servicio del mensaje y de la urgencia reivindicativa. Desde esta perspectiva es una obra efectiva, logra que captemos de inmediato el mensaje, un mensaje feminista que denuncia a un sistema heteropatriarcal en el que los abusos contra la mujer son parte de su funcionamiento estructural. Para lograr plantear la denuncia eficientemente hacen uso de una serie de recursos probados con éxito en la televisión masiva. La historia parte de una premisa argumental, una suerte de socioficción distópica al estilo de El cuento de la criada, o algún capítulo de Balck Mirror, que da contexto a un melodrama que recuerda Mujer, casos de la vida real, o Lo que callamos la mujeres, o La rosa de Guadalupe, con dosis de sketch políticos en formato de noticiero (ya visto en El fenómeno, de la misma compañía) salpicados de referencias a la actualidad, como el “Caso Carla Ayala” y la migración forzada por inseguridad. A todo esto sumemos el recurso audiovisual, cinemapping, que funciona como eventual escenario y como transiciones narrativas, que, además, deja una sensación de novedad en el espectador. Todo esto se monta con un guion apresurado y quizá por eso torpe, poco interesado en la verosimilitud y en la verdad escénica, y muy urgido de “servir a la preocupación del momento”, en ser útil. Y lo logra, el público se conmueve, se indigna, reflexiona y probablemente salga de la sala con una actitud distinta respecto al tema planteado. El mal teatro ha sido útil ¿ha sido bueno?.

Polvo de gallo es el resultado del proyecto ganador del Premio Ovación 2016 que fue presentado en conjunto por el cineasta Julio López y el Teatro del Azoro. López produce, dirige Egly Larreynada, quien también es parte del elenco protagónico junto con Paola Miranda, Alicia Chong, Carlos Córdova y César Pineda, junto con un grupo de actrices de apoyo. Tengo la impresión de que este proyecto dará más de sí, pero aquí solo puedo hablar sobre lo que vi.

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Lo primero que recuerdo de mí son mis pies al fondo y dentro de una bañera plástica y celeste. El resto ojalá lo recuerden ustedes. Escribo.