Siete puñales

Élmer L. Menjívar
Élmer L. Menjívar
7 min readMar 25, 2016

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Había una vez, en su lejana infancia, este que les escribe fue un devoto. Pues sí, cuando era un niño que apenas sabía verdades, además de ser un niño propenso a conmoverse por escenas como las de la Semana Santa, llegué a ser un obseso mayor. Jugaba a la Semana Santa durante todo el año, me sabía todo el guión; dirigía y protagonizaba –mesiánico desde entonces– varias escenas de Semana Santa con elencos formados por mis primas y amigos. También montaba misas recitando todo el ritual de memoria, incluso, una vez, oficié la misa de cuerpo presente de Chico, mi perico, que amaneció muerto una mañana y tuvo su entierro como dios manda en una caja de zapatos Adoc 5000 al pie del árbol de granadas en el patio de mi abuela. También hice un novenario por Kaiser, mi pastor alemán que fue atropellado en mi presencia, hecho que me mantuvo teniendo febriles pesadillas por varias noches, cosa que asustó a mi madre de sobremanera, a tal grado que desmontó el altar del novenario canino y no dejó que siguiera encomendando la memoria del animal, porque según el cura eso lindaba con la herejía, ante lo cual yo respondía que Kaiser había sido bañado de agua bendita el sábado de gloria, como mandaba la tradición católica, y que, por tanto, era una criatura del Señor. Pero mis tempranas disertaciones teológicas no tuvieron mucho peso frente al miedo de mi madre de estar criando un hijo que sonaba más delirante que a santo varón.

Mi papá sí era uno de los Santos Varones, la cofradía responsable de la escena de la crucifixión y el descendimiento. No entendía yo por qué si eran tan santos aquellos varones eran quienes clavaban al nazareno con tanta rabia, y luego lo bajaban ya muerto poniendo cara de arrepentidos.

Ah, y el nazareno era también motivo de mi curiosidad extrema. Resultaba que el que ponían en la cárcel y sacaban en la procesión del silencio y el vía crucis era altísimo, y la verdad siempre lo recuerdo como una pieza de imaginería excepcional, una expresión facial extremadamente realista y sus ojos de vidrio que miraban de verdad, y qué decir de la sangre que goteaba desde su frente. Las dudas me asaltaban al ver que al llegar al calvario después del recorrido del vía crucis, lo entraban al templo y al salir de nuevo para subirlo y clavarlo en la cruz era mucho más pequeño. Mi tía Pilan, que siempre estaba ahí no solo para responder mis dudas, sino para proteger mi fe, me dijo una vez que lo que sucedía era que en el camino, como era tan sacrificado, se desgastaba un montón y se iba haciendo chiquito. Yo, como siempre, le creía, pero llegó el día que, con una especie de pase VIP para el backstage, entré al salón donde las solteronas del pueblo vestían a los santos, y vi que el alto nazareno no tenía pies, la forma humana de su cuerpo empezaba arriba de la cintura, y hacia abajo era una estructura de madera, como un banco, que siempre estaba cubierto por sus vestidos de tafetán. Al ver eso corrí donde mi tía Pilan a contarle la verdad, porque jamás se me cruzó por la mente que me mintiera, sino más bien que ella, equivocadamente, creía lo que me decía. Ella hizo cara de sorprendida y luego me llevó a una urna de cristal en uno de los altares laterales de la iglesia, en donde estaba el cristo, es decir, el chiquito muerto de la cruz, y me dijo que entonces seguramente eran dos diferentes, porque el otro era muy grande para caber en esa urna. Me pareció razonable aquella nueva explicación y quedé satisfecho de haber desentrañado, en complicidad con mi Tía Pilan, uno de los grandes misterios de la iglesia.

Creo que por influencias de mi madre, que donaba vestidos para los santos, y del santo varón de mi padre, cuando ya tenía 10 años me convocaron, sin audición previa, a ser parte de elenco de las escenas vivas que se montaban durante la Semana Santa del pueblo. Una era la noche del martes, en el monte de los olivos, yo era uno de los apóstoles, Juan y al año siguiente, por supuesto, fui Pedro (no estaba yo para secundario). Esa escena consistía en dormir tirados en el decorado de papel craft pintado que simulaba un bosque y que tenía en el centro una gran piedra, también de papel, donde el cura se hincaba a rezar. No decíamos nada, solo nos acomodaban en el suelo y nos decían que nos durmiéramos. Y como se hacía durante la noche y toda la madrugaba, la actuación de todos era sumamente natural. Tan así que yo despertaba en mi cama y ya sin mi túnica de tafetán y en pijamas, pero aún con la barba y el bigote de tile. La otra escena viva era el jueves por la mañana: el lavatorio de los pies, que era cuando el cura, en la iglesia, nos lavaba los pies a los apóstoles. Lavar es mucho decir, el cura apenas pasaba una esponja mojada por el empeine y ya. La que me lavaba los pies con verdadera pasión antes de la función era mi mamá, que con un paste nuevo me restregaba tan fuerte que yo me debatía entre la queja lloriquera y la risa cosquillera, todo para que el cura no se ofendiera tocando unos pies costrosos o mal olientes. Me ponía calcetines y sandalias, luego mi túnica de tafetán y mi barba de tile. Al llegar a la iglesia me quitaba los calcetines y me llevaban a sentarme a una de las bancas del presbiterio donde escuchaba adormitado toda la misa, pero escuchaba bien en qué consistía la ceremonia de lavarle los pies a los apóstoles y su significado. Al final, dos horas después, llegaba el cura, un jesuita regañón, con sus acólitos, con una bandeja con agua y la esponjita, se hincaba y nos pasaba suavecito la esponjita por el pie, y que nervios sentía cuando llegaba mi turno, no me fuera a dar cosquilla, o no se soltara algún olor desagradable a pesar de los esmeros maternos. Pero todo salía bien. Y ahí terminaba mi participación, el resto de escenas las preferían hacer con imágenes de madera subidas en andas que cargaban los que se habían anotado para pagar penitencias.

Las procesiones siempre me resultaron muy emotivas, las coreografías de los santos de madera sobre las andas, los motetes que rasgaban las gargantas de las cantoras y los oídos de los escuchas.

Había una procesión que me impresionaba especialmente, la Procesión del Silencio, el jueves por la noche, en la que el nazareno iba encadenado, de blanco y muy iluminado, y que solo lo acompañaban hombres con velas que cantaban con voces graves que sonaban trágicas con el sonido de fondo de unas cadenas que golpeaban contra el empedrado. Al final de la procesión sonaban los tambores tristes de la banda de guerra de la escuela, la cual era dirigida por mi Tía Pilan, y ella, por su papel, era una de las únicas cinco mujeres de carne y hueso en la procesión, pero se cuidaba de no ser notada. Yo me iba cerca de ella un par de cuadras luego de pasar frente a mi casa, después me regresaba porque el recorrido entero no me apetecía, y solo me iba a la esquina de la calle de subida, porque lo que me gustaba era verla pasar. Atrás también iba una mujer de madera subida en andas cargadas por las otras cuatro mujeres de carne y hueso. La mujer de madera era la imagen que más me conmovía, y aún ahora que la recuerdo me parece de las más desgarradoras, ejemplo máximo de sadismo católico. Era la imagen de La Dolorosa, la virgen María con su cara compungida y una lágrima en cada mejilla, vestida de negro, y con siete puñales clavados en su corazón. Los siete puñales eran siete puñales de verdad, no eran una evocación, sino una metáfora visual tan cruel como impresionante. No bastaba con uno, dos o tres, tenían que ser siete puñales, porque como dice el motete: Madre con siete puñales, /Virgen con siete dolores/ haz que tus ojos de flores / laven mis culpas mortales. Aquella imagen provocaba en mi verdadera pasión, piedad, pero sobre todo culpa, porque, claro, me pasaban diciendo que todas aquellas atrocidades pasaron por mis pecados, cosa que me tocaba aceptar como dogma porque no entendía qué culpa tenía yo si hace dos mil años yo no había nacido, y eso del pecado original no me sonaba muy justo, a decir verdad, si a mí ni me gustaban las manzanas.

La Dolorosa salía de nuevo el sábado por la noche en la llamada procesión de Dolores, coreografiada y musicalizada para que pareciera el andar tambaleante y desconsolado de una madre adolorida más allá de todo extremo humano. Ahí solo iban mujeres cantando los motetes más trágicos. Yo la contemplaba atónito al pasar frente a mi casa, luego me iba a cada esquina a verla pasar. Mis ojos se mantenían fijos en los siete puñales y el cuerpo se me revolvía inexplicablemente. Era una escena fascinantemente dolorosa, era la sensación que me quedaba siempre, ni la resurrección me la quitaba de la mente. Incluso en navidad veía a la virgen del precario nacimiento pensando en que cuatro meses después, otra vez, inevitablemente, a ese niño de barro le iba a crecer un banco debajo de la cintura, y, de nuevo, siete puñales se le clavarían a la Dolorosa en el corazón.

Originalmente publicado en elinutildelafamilia.blogspot.com, el 2 de abril de 2010.

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Lo primero que recuerdo de mí son mis pies al fondo y dentro de una bañera plástica y celeste. El resto ojalá lo recuerden ustedes. Escribo.