Santo ¿para qué? (o El santo patrono de los ateos)

Élmer L. Menjívar
Élmer L. Menjívar
9 min readOct 13, 2018

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Collage de elaboración propia con detalles de fotos de Fred Ramos (EF), Óscar Machón (DEM) y de las cuentas de Instagram de @ayutux y @residentecalle13, el uso de sus imágenes no implica su ateísmo ni su comunión con mis ideas.

Fue hace seis o siete años que leí por primera vez la frase “el santo patrono de los ateos” para referirse a Óscar Arnulfo Romero; no recuerdo la identidad, ni el tono, ni el exacto contexto de quien la pronunció, solo sé que buscaba evidenciar la contradicción en la que caemos quienes nos manifestamos no-creyentes (en obras y omisiones) y que a la vez “veneramos” la figura de Óscar Arnulfo Romero. No sabría decir ahora si entonces era una burla (sospecho que sí) o una exhibición de claridad aforística (sospecho que también). La frase me pareció ingeniosa y acertada, tanto que recurro a ella para compartir algunas escenas y algunas ideas que ilustran el efecto que la vida y obra de Óscar Arnulfo Romero ha producido en muchos ateos, no-creyentes y agnósticos.

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San Salvador, año 2015, 23 de mayo, las portadas.

Quizá para los creyentes más piadosos las publicaciones de este día a plana completa que pagaron los empresarios y el partido político fundado por el autor intelectual del homicidio de Óscar Arnulfo Romero sea un milagro de conversión del beato. En las publicaciones a plana completa se felicitaba al pueblo salvadoreño por tener un beato. Para los creyentes menos dóciles fue un pecado. Los escépticos quisimos leer lo no escrito, un regodeo en la impunidad: cinismo, burla, hipocresía, oportunismo, pragmatismo, marketing.

El gobierno de la izquierda de entonces hizo lo suyo: ruido, mucho ruido, pero no habló de justicia terrenal y santificó la impunidad, como que la justicia celestial le evitaría el desgaste. El gobierno de izquierda lució incoherente. Lució cínico, burlón, hipócrita, oportunista, pragmático, mercader. Lució sus calles y bulevares, su aeropuerto, su salón presidencial, sus murales, sus óleos y sus acrílicos, pero no lució justo.

La iglesia salvadoreña oficial fue amorosa, cándida como la abuelita olvidadiza que todo perdona. Pasteurizó la historia con una dulce receta del Opus Dei, citó a Juan Pablo II, y se olvidó de Pablo VI y de Francisco, y se olvidó también de que el martirio implica asesinato y que el asesinato implica odio. Y olvidó al pueblo de Óscar Arnulfo Romero, a la iglesia pobre que lo santificó contra el sistema eclesial, olvidó a los trovadores que nunca dejaron de cantar su denuncia, olvidó a las víctimas –vivas y muertas– del sistema que Óscar Arnulfo Romero denunció. La iglesia salvadoreña oficial se olvidó de Romero mártir y se aferró a su inmaculado beato.

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San Salvador, año 2015, 23 de mayo, la ceremonia.

Las caras rojas y los cuerpos sudorosos eran lo evidente. Los cuerpos cansados eran la queja manifiesta que contrastaba con una sonrisa conmovida. Hablo de cinco periodistas de cinco países que estuvieron en San Salvador el sábado 23 de mayo de 2015, el día de la ceremonia de beatificación de Óscar Arnulfo Romero. Todos recorrieron caminando los cuatro kilómetros desde la Catedral de San Salvador hasta la Plaza del Salvador del Mundo, lugar donde fue aquella ceremonia que atendieron de pie al menos durante dos horas en medio de cientos de miles de feligreses devotos –algunos de siempre, alguno de súbito– del flamante beato.

La escena es ordinaria para periodistas que estaban en San Salvador en esa fecha para dar cobertura a ese acontecimiento. Pero esta escena es extraordinaria porque ninguno de estos periodistas estaba en el país con la obligación laboral de cubrir la ceremonia. Todos estaban en San Salvador por casualidad, como invitados del Foro Centroamericano de Periodismo 2015, aunque un buen periodista nunca logra dejar en su casa el instinto de vivir la Historia. Además, ninguno es católico practicante, unos ni siquiera católicos. No son tampoco feligreses de ninguna fe, alguno se declara agnóstico, otro no creyente, otro detractor de las religiones y otro indiferente a las creencias religiosas. Lo fácil –aunque impreciso– es decir que eran “ateos”, así, entre comillas. Lo difícil es explicar sus caras rojas –por haber recibido el sol del mediodía–, sus cuerpos sudorosos y dolientes –por haber caminado cuatro kilómetros en una de las épocas más calurosas que ha tenido El Salvador en varias décadas–, y todo por haber hecho exactamente lo mismo que una montaña de feligreses movida por la fe.

Ninguno habló de la misa, ni del rito, ni del arzobispo olvidadizo, ni del cardenal empecinado, ni de los políticos oportunistas. Todos hablaron de una masa memoriosa que lucía su recuerdo de un Romero histórico, de una masa de creyentes que tuvo la felicidad de celebrar a su santo como lo recordaba, con autenticidad y fe clarividente, una masa que se sumó con su propia ceremonia incrustada en medio del esterilizado protocolo y de la ingrata desmemoria. El pueblo de Óscar Arnulfo Romero, tan adelante del Vaticano, tan lejos de la piedad, tan estoico que avergüenza, tan creyente que conmueve.

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Perquín, Morazán, año 1992, junio.

El primer poema célebre que escribí se llamó “Monseñor Romero, morir de pie”. No está incluído en los dos libros que publican mi poesía, ya no lo tengo y apenas lo recuerdo. Lo que nunca olvidé fue cuando, en 1992, lo leí desde una tarima en la plaza de Perquín, Morazán, durante el Primer Festival Juvenil de Invierno. Estuve ahí porque era un colegial de jesuitas que formaba parte de un grupo de música protestona y nos habían invitado a participar como uno de los abundantes teloneros de las bandas estelares. Nuestro performance habitual incluía lectura de mis poemas entre las canciones, y esa vez solo tocamos dos canciones y el poema elegido fue “Monseñor Romero, morir de pie”. Como ya habíamos tocado la primera canción original y el público fue generoso, yo estaba confiado, y leí, con un reflector dirigido a mi cara cuya luz no me dejaba ver a un público silente y atento. Era un público compuesto de gente de los pueblos vecinos y extranjeros. Leí. Terminé de leer. Y vino el aplauso. Y siguió el aplauso. El aplauso era fuerte y sostenido. Y luego los gritos “¡Viva Monseñor Romero!”, “¡Qué viva!”, “¡Se siente, se siente, Romero está presente!”. Pilorexión. El aplauso sostenido. Yo miré perplejo a mis compañeros y ellos me miraban perplejos a mí. No nos atrevíamos a interrumpir la algarabía con nuestra música, pero los productores nos hacían gestos enfadados para que tocáramos la última y nos bajáramos de la tarima que ya eran casi las 11 de la noche y faltaban las presentaciones importantes. Tocamos la última. Aplausos. Silencio. Nos bajamos de la tarima. Me bajé de la tarima como solo se baja un poeta ovacionado, aún sabiendo que era a Romero a quien vitoriaban. Esa noche conocí a varios artistas, a varios repatriados, a varios exiliados, a varios comunistas y ateos confesos que me abrazaron por mi poema. La madrugada fue larga y fría, pero pasó ligera por las cálidas conversaciones sobre el opio de los pueblos.

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Antiguo Cuscatlán, año 2015, abril, una pizzería.

— No entiendo por qué te alegra tanto la beatificación de Romero si ni siquiera sos creyente.

— Es que no me alegra por cuestiones religiosas, me alegra porque es una reivindicación que nunca pensé que iba a darse, y menos desde la iglesia católica.

— ¿Y qué hizo que te resulta tan importante? Fue un cura que se metió en política, y la gente lo seguía porque era cura, porque era obispo, no porque hacía una revolución política como un ciudadano común ¿eso qué méritos tiene?

— Pues el mérito fue ese, que usó la influencia que tenía para denunciar lo que estaba pasando mientras el resto de obispos se callaban, sino es que colaboraban con lo que estaba pasando.

— Ese es mi punto, que los curas siempre usan el púlpito para imponer a la gente sus intereses y sus creencias, y Romero hizo lo mismo, manipuló a la gente como lo hacen todos los curas, solo que él tenía ideas de izquierda…

— No sé si eran ideas de izquierda, lo que sé es que se conmovía –quizá por su sensibilidad de cura– con lo que veía y lo que escuchaba… Fue un momento histórico muy particular, y Romero fue una ventanita a la que podía acudir la gente a contar sus penas, sus muertos, sus desaparecidos, sus torturados y cuando se corrió la voz de que en esa ventanita te escuchaban y que trataban de ayudar, la ventanita se tuvo que hacer cada vez más grande y más grande…

— Vos te emocionás con Romero, y no te entiendo. Para mí era un cura que manipuló a la gente como hace cualquier cura…

— No a cualquier cura lo matan por manipular a la gente. No a cualquier cura lo hace santo una iglesia que lo combatió y criticó…

— ¿Pero y a vos que más te da la santidad si no sos creyente?

— Yo lo que creo es que Romero fue un hombre valiente que hizo cosas extraordinarias que cambiaron la historia… Es como un un Gandhi, un Luther King, o un Malcom X, y otros que también usaron su posición de influencia para intentar cambiar las cosas…

— Se hubiera salido de la iglesia si tanto la criticaba, así hubiera demostrado que no era por cura que le hacían caso sino porque era un líder ciudadano con un mensaje poderoso…

— A lo mejor se hubiera salido de la iglesia si no lo hubieran matado… No sé, supongo que era más necio que nosotros…

— Ja, ja, ja…

Y seguimos comiendo pizza y pedimos otra jarra de cerveza.

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Año 2018, 13 de octubre

La decisión del gobierno Vaticano de incorporar a Óscar Arnulfo Romero a la vitrina de sus héroes representa un acto de reivindicación histórica tanto hacia adentro de la iglesia católica como hacia afuera. Sin embargo, no se agotan con ese acto de fe todas las dimensiones de Óscar Arnulfo Romero, quien fue mucho más que un hombre de fe. No estoy poniendo en duda que Óscar Arnulfo Romero tuvo la fe como punto de partida, pero no puedo soslayar que las circunstancias que atravesaba El Salvador que le tocó vivir también llevaron a muchos hombres y mujeres –ateos entre ellos– a tomar decisiones similares y que también fueron asesinados por denunciar y enfrentar a los poderes y sus argollas.

Desde mi escepticismo religioso, siempre ha sido admirable que Óscar Arnulfo Romero utilizara su púlpito, la influencia de su cargo, su retórica predicatoria y su humanidad misma para enfrentarse como poderoso a los poderosos. Y cuando digo poderoso lo digo porque Óscar Arnulfo Romero era un hombre poderoso en tanto depositario del poder de la iglesia, un hombre poderosos que decidió poner ese poder al servicio de los masacrados, los desaparecidos, los perseguidos, los torturados, los explotados, los emprobrecidos de un régimen criminal. Utilizó su poder en contra de sí mismo como parte inerte de un sistema Iglesia/Estado que por décadas defendió y reprodujo un modelo de gobierno que permitía que una minoría acumulara riqueza sin ningún pudor a costa de mantener pobre y sumisa a la mayoría de la población. Y fue ese poder vengativo e intolerante a la disidencia el que lo mató.

En mayo de 2012, durante una entrevista en televisión, Carmen Aristegui le preguntó al teólogo brasileño Leonardo Boff “¿Hay que canonizar a Juan Pablo II?”, y el ex sacerdote franciscano le respondió con una irónica racionalidad “Yo creo que no hay que beatificar a nadie, porque tenemos demasiados santos”. Para Boff los santos son innecesarios y el proceso de santidad pura burocracia política, y citaba el caso de Romero y Juan XXIII como ejemplo de injusticia de estos procesos “medievales”, y explicó las trampas que pueden encontrarse en otros casos, como en el de Escrivá de Balaguer. No sé si de verdad son demasiados santos, no me interesa, pero sí es cierto que la historia de la santidad no está exenta de política desde que el Estado Vaticano ejerce una influencia geopolítica indiscutible. Pero aún sin un dios ni santidad en el horizonte, Óscar Arnulfo Romero tiene una enorme dimensión histórica evidente para cualquier ser humano sensible a las peores realidades de este mundo, y eso es una virtud humana que debe reconocerse en cualquiera de los ámbitos humanos.

Entonces, santo ¿para qué? Es la pregunta fundamental ¿para elevarlo a las quimeras conservadoras de la moral católica? ¿para actualizar humanamente la idea de santidad? ¿para alejarlo de ideario revolucionario de los no creyentes? ¿para constituirse en nuevo paradigma del funcionario eclesial? ¿para anunciar cambios en la iglesia? ¿para aislar su figura tras la vitrina de la piedad y el perdón? ¿para buscar justicia? ¿para reivindicar la impunidad? Las respuestas definitivas las da la historia, y a veces muy tarde, pero las empezamos formular cada una de las personas que nos sentimos interpelados por el tiempo que nos tocó vivir.

Nunca le voy a rezar hincado a Óscar Arnulfo Romero, ni le pediré milagros, pero sigo creyente de su obra humanista. Lo divulgaré, y a veces con irreverencia y dudas, quizá también acompañaré a quiénes lo celebran con honestidad en su culto íntimo o en sus ritos públicos. A Óscar Arnulfo Romero lo seguiré humano, histórico, estoico, imperfecto, rebelde, a pie, lúcido, de palabra brillante, equívoco, aprendiendo, a punto de dejarlo todo, a veces severo, a veces violento, temeroso, responsable, estratégico, político, sensible, terco, apasionado, mundano, honesto: como un hombre ejemplar que decidió seguir un dios.

Una versión de este artículo fue publicado en 2015 en losblogs.elfaro.net con ocasión de la beatificacion. Esta es una versión actualizada, corregida y aumentada en 2018, un día antes de la canonización en Roma de Óscar Arnulfo Romero.

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Lo primero que recuerdo de mí son mis pies al fondo y dentro de una bañera plástica y celeste. El resto ojalá lo recuerden ustedes. Escribo.